Esta semana se celebra la Osteopathic International Health Week. El propósito de que exista esta semana no es otro que el de promocionar la profesión y darla a conocer. Esta es una tarea que, desde esta web, se intenta hacer de forma permanente con lo que esta semana, me he querido sumar a la iniciativa de una manera diferente. Estas líneas van más dirigidas a los miembros de la comunidad osteopática (especialmente española) y no tanto al público general. Esta va a ser una entrada autocrítica y como tal, probablemente polémica. Sin embargo creemos que los ejercicios reflexivos y la discusión sosegada son lo que nos permite mejorar como terapeutas y como profesión. Por esta razón, me ha parecido apropiado celebrar esta semana, compartiendo con los lectores de este Blog unas reflexiones personales surgidas de la lectura de un artículo alejado del campo osteopático.

Por consejo de mi teacher y, con el objetivo de practicar mi maltrecho inglés, a veces leo los artículos de la revista americana The New Yorker. Hace unas semanas topé con un artículo muy revelador con el que me fue imposible no establecer paralelismos con el campo de la Osteopatía….supongo que no tengo remedio…

El artículo en cuestión, publicado el 27 de Febrero de 2017 lleva por título “Why facts don’t change our minds” y está escrito por Elizabeth Kolbert (premio Pulitzer 2015). El subtítulo del artículo reza así: “Nuevos descubrimientos sobre la mente humana muestran las limitaciones de la razón”. Y es que Kolbert, escribiendo en la sección de ‘book reviews’ de la revista, nos describe una serie de investigaciones realizadas (eminentemente en el campo de la psicología cognitiva) donde se demuestra la fragilidad de nuestra racionalidad y los elementos que influyen, de forma casi determinante, en la opinión, en las argumentaciones y en nuestra percepción de conocimiento. La lectura de este artículo estimula reflexiones sobre lo que como terapeutas manuales sabemos, sobre lo que creemos saber, los motivos por los que sabemos/creemos, la genuidad del conocimiento que tenemos y la siempre incómoda relación entre los hechos y las creencias. Pese a que mi recomendación es, sin duda, la lectura del artículo original completo, me ha parecido interesante reproducir aquí la traducción de aquellas partes más significativas a partir de las cuales han surgido mis reflexiones. Los fragmentos del texto de Kolbert son los escritos en cursiva y me he permitido destacar algunas frases.

En 1975, Investigadores de Stanford invitaron a un grupo de estudiantes a participar en un estudio sobre el suicidio. Se les presentaron pares de notas de suicidio. En cada par, una nota había sido compuesta por un individuo al azar y la otra por una persona que posteriormente se había quitado la vida. A los estudiantes se les pidió distinguir entre las notas genuinas y las falsas.

Algunos estudiantes descubrieron que ‘tenían un don’ para la tarea. De veinticinco pares de notas, identificaron correctamente la verdadera veinticuatro veces. Otros descubrieron que no tenían ese don. Identificaron la nota real en sólo diez casos.

Como suele ser el caso de los estudios psicológicos, todo era un montaje. Aunque la mitad de las notas eran realmente genuinas, las puntuaciones eran ficticias. Los estudiantes a los que se les había dicho que casi siempre tenían razón no eran, en promedio, mejores que aquellos a los que se les había dicho que estaban mayormente equivocados.

En la segunda fase del estudio, se reveló el engaño. A los estudiantes se les dijo que el verdadero fin del experimento era medir su tendencia a pensar que sus respuestas eran buenas o malas. Finalmente, se pidió a los estudiantes que estimaran cuántas notas de suicidio habían categorizado realmente de forma correcta, y cuántas creían que habría acertado un estudiante promedio. En este punto, sucedió algo curioso. Los estudiantes del grupo con alta nota dijeron que pensaban que, de hecho, lo habían hecho bastante bien y significativamente mejor que el estudiante promedio, aunque, como se les había dicho, no tenían motivos para creer esto. Por el contrario, los que habían sido asignados al grupo de baja nota, dijeron que pensaban que lo habían hecho mucho peor que el estudiante promedio, una conclusión igualmente infundada.

Los investigadores observaron que “Una vez formadas, las impresiones son notablemente perseverantes»

Unos años más tarde, un nuevo grupo de estudiantes de Stanford fue reclutado para un estudio relacionado. Se entregaron a los estudiantes dossiers de información sobre un par de bomberos, Frank K. y George H. Frank tenía una hija y le gustaba bucear. George tenía un hijo pequeño y jugaba al golf. Los dossiers también incluyeron las respuestas de los hombres sobre lo que los investigadores llamaron “El test de elección Riesgo-Conservadora”. De acuerdo con una versión del dossier, Frank fue presentado como un bombero exitoso que, en la prueba, casi siempre optó por la opción más segura. En la otra versión, Frank también eligió la opción más segura, pero fue presentado como un bombero pésimo que había sido amonestado por sus supervisores varias veces. Una vez más, a mitad del estudio, los estudiantes fueron informados de que habían sido engañados, y que la información que habían recibido era totalmente ficticia. A los estudiantes se les pidió que describieran entonces sus propias creencias. ¿Qué clase de actitud hacia el riesgo pensaban que tendría un bombero exitoso? Los estudiantes que habían recibido el primer dossier pensaron que un bombero exitoso lo evitaría. Los estudiantes del segundo grupo pensaron que un bombero exitoso se enfrentaría al riesgo.

Los investigadores señalaron que incluso después de que la realidad “haya refutado totalmente sus creencias, la gente no revisa adecuadamente esas mismas creencias”.

Los estudios de Stanford se hicieron famosos. Viniendo de un grupo de académicos en los años setenta, la afirmación de que la gente no puede pensar apropiadamente fue impactante. Hoy en día, ya no lo es. Miles de experimentos posteriores han confirmado (y explicado) este hallazgo.

Si en algo se ha caracterizado el pensamiento osteopático, es en la perdurabilidad de sus postulados. Desde que fueron establecidos hace ya décadas, algunas de las bases pato-mecánicas, fisiológicas, anatómicas y semiológicas en las que se apoyan algunos abordajes osteopáticos apenas han sufrido modificaciones en su interpretación y/o comprensión por parte de los profesionales. Todo ello, a pesar de que los nuevos conocimientos en muchas de estas áreas, modifican o directamente contradicen estos postulados. Además, esta falta de evolución y ‘estancamiento’ en el conocimiento, goza de popularidad y admiración entre muchos profesionales bajo la peligrosa pátina del culto a la tradición o al clasicismo. Si bien estos atributos pueden ser deseables en otros campos, no parece muy lógico que lo sean en una disciplina sanitaria que precisa de actualización constante. Y es que tal y como muestran los estudios de Stanford, las creencias, una vez instauradas, permanecen grabadas a fuego incluso con la aparición de pruebas o argumentos que señalan, de una forma sólida, explicaciones alternativas o la inverosimilitud de algunas afirmaciones. Y hablo de creencias porque, a pesar del valor que existe en el conocimiento práctico que otorgan los años de evidencia clínica, la falta de pruebas que hay detrás de muchas teorías osteopáticas es remarcable.

Aún así, queda un rompecabezas esencial: ¿Cómo llegamos a ser así?

En un nuevo libro, «El enigma de la razón» (Harvard), los científicos cognitivos Hugo Mercier y Dan Sperber tratan de responder a esta pregunta. Mercier, que trabaja en un instituto de investigación francés en Lyon, y Sperber, ahora con sede en la Universidad Central Europea, en Budapest, señalan que la razón es un rasgo evolutivo, como el bipedalismo o la visión tricolor. Apareció en las sabanas de África, y debe entenderse en ese contexto.

Mercier y Sperber argumentan más o menos como sigue: La mayor ventaja de los humanos sobre otras especies es nuestra habilidad para cooperar. La cooperación es difícil de establecer y difícil de sostener. Para cualquier individuo, el pensamiento libre (freeloading) es siempre la mejor manera de actuar, no así para el grupo. La razón no se desarrolló para permitirnos resolver problemas abstractos, lógicos o incluso para ayudarnos a sacar conclusiones de datos desconocidos; más bien, se desarrolló para resolver los problemas planteados por vivir en grupos de colaboración. «La razón es una adaptación al nicho humano hipersocial en el que hemos evolucionado”, escriben Mercier y Sperber. Los hábitos de la mente que parecen extraños o torpes o sencillamente mudos desde un punto de vista «intelectual» resultan astutos cuando se ven desde una perspectiva social «interaccionista». Consideren lo que se conoce como «sesgo de confirmación», la tendencia de la gente a abrazar la información que apoya sus creencias y rechaza la información que las contradice. De las múltiples formas de pensamiento defectuoso que se han identificado, el sesgo de confirmación está entre las mejor catalogadas; existen muchos libros de texto repletos de experimentos en relación al sesgo de confirmación. Uno de los más famosos se llevó a cabo, una vez más, en Stanford. 

Para este experimento, los investigadores reunieron a un grupo de estudiantes que tenían opiniones opuestas sobre la pena de muerte. La mitad de los estudiantes estaban a favor de ella y pensaron que disuadía el crimen; La otra mitad estaba en contra y pensó que no tenía ningún efecto sobre el crimen. Se pidió a los estudiantes que respondieran a dos estudios. Uno proporcionó datos en apoyo del argumento de la disuasión y el otro proporcionó datos que lo cuestionaron. Ambos estudios estaban hechos y habían sido diseñados para presentar lo que, objetivamente hablando, eran estadísticas igualmente convincentes. Los estudiantes que originalmente habían apoyado la pena capital calificaron los datos pro-disuasivos altamente creíbles y los datos anti-disuasivos no convincentes; Los estudiantes que originalmente se habían opuesto a la pena de muerte hicieron lo contrario. Al final del experimento, se preguntó a los estudiantes una vez más acerca de sus puntos de vista. Aquellos que eran pro castigo capital estaban ahora más a favor de él; aquellos que se habían opuesto a la pena de muerte eran aún más hostiles. Si la razón está diseñada para generar juicios sólidos, entonces es difícil concebir un defecto de diseño más serio que un sesgo de confirmación. Imagínense lo que Mercier y Sperber sugieren. Imaginen un ratón que piensa de la manera que lo hacemos. Tal ratón, «inclinado a confirmar su creencia de que no hay gatos alrededor,» pronto se convertiría en la cena. En la medida en que el sesgo de confirmación lleva a la gente a descartar evidencias de amenazas nuevas o subestimadas -el equivalente humano del gato a la vuelta de la esquina- es un rasgo que supuestamente deberíamos rechazar. Mercier y Sperber argumentan que, el hecho de que sobrevivamos, demuestra que este sesgo debe tener alguna función adaptativa, y esa función, sostienen, está relacionada con nuestra «hipersociabilidad». Mercier y Sperber prefieren el término «el sesgo de mi-bando” (“Myside bias”). Tal y como señalan estos investigadores:

Los humanos, no son crédulos por azar.

En el campo osteopático, los conocimientos han sido y siguen siendo enseñados de maestros a discípulos a través de una transmisión directa y generalmente acrítica de los mismos. Básicamente, uno enseña lo que le han enseñado a él o con pequeñas modificaciones pues se considera importante preservar el legado de lo aprendido a través de las generaciones. Esta cultura emerge a razón del importante componente manual que tiene la Osteopatía y es que, en el componente práctico de la profesión, en la aplicación técnica, tiene cierto sentido que sea de esa manera. Ser un buen terapeuta manual requiere práctica, pericia y mucha repetición. Si bien no existen atajos en la adquisición de estas habilidades, aprender de maestros que acumulan años de experiencia práctica, ayuda a hacerlo con más solvencia y probablemente con más rapidez y seguridad. Sin embargo, en pleno siglo XXI, carece de sentido que tal sistema de transmisión de conocimientos sea empleado también en relación al cuerpo teórico de la profesión (sea cual sea). En mi opinión, carece de sentido que se emplee por parte de los docentes y carece de sentido que se acepte por parte del alumnado. Mi interpretación del “Keep it pure” del Dr. Still se relaciona más con preservar su manera de entender la salud y la enfermedad que en la aceptación incondicional de conceptos hoy en día insostenibles a la luz del conocimiento actual.

En la raíz del problema radica la falta de pensamiento crítico y, probablemente, la comodidad que supone creer a ciegas en los conceptos que te transmite alguien supuestamente ducho en la materia. Por otro lado, algunas de las interpretaciones contemporáneas que se han hecho de los principios osteopáticos, han permitido crear conceptos altamente atractivos para un colectivo necesitado de diferenciación el cuál opera en un mercado hipersaturado y con mucha competitividad. Todo ello, junto con los (comúnmente) satisfactorios resultados clínicos, marcan fuertemente el sentimiento de pertenencia al grupo y refuerzan el sistema de creencias. En este escenario, donde existe un profundo sentimiento identitario, la racionalidad (entendida como pensamiento crítico) se ve limitada y el sesgo de confirmación se ve alimentado haciendo fácilmente creíble cualquier teoría que empiece con “abordaje osteopático a………..……”.

El estudio sobre las opiniones acerca de la pena de muerte nos brinda otra reflexión interesante. En los últimos años, algunos sectores del colectivo osteopático, han apostado decididamente por acercar esta profesión a la metodología científica. Las publicaciones en este campo van en aumento y, lo que es más importante, se apuesta por un cambio de paradigma en el avance de la profesión. Desde este Blog, siempre hemos defendido que el método científico debe ser la herramienta de análisis de cualquier profesión sanitaria, incluida obviamente la Osteopatía. Sin embargo, uno de los campos donde el sesgo de confirmación es más evidente es, precisamente, el campo científico. Somos testigos de ello en distintas situaciones. Una de ellas es la interpretación parcial y/o incompleta de los resultados o conclusiones de los estudios científicos y otra es ponderar únicamente aquellos estudios que refuerzan nuestras creencias. En un mundo dónde la gestión de la comunicación ofrece un poder casi absoluto y en el que las tendencias de opinión se crean a base de tweets, el sesgo de confirmación en la aceptación y transmisión de los resultados científicos está a la orden del día. Pongamos por ejemplo un reciente estudio publicado en una prestigiosa revista científica acerca de los beneficios de la manipulación espinal en dolor lumbar agudo. Comparemos como se comunican los resultados del mismo estudio por una empresa que se dedica a dar soporte material y científico al colectivo quiropráctico (enlace), por la agencia de noticias británica Reuters (enlace) o por el canal de televisión CNN (enlace).

Si bien para la Osteopatía es fundamental comunicar los resultados de la investigación que se realiza, es importante que dicha comunicación sea justa  y coherente con las conclusiones y se ponderen de igual manera tanto los resultados positivos como los negativos. Solo así se podrá ganar credibilidad científica.

Steven Sloman, profesor de Brown, y Philip Fernbach, profesor de la Universidad de Colorado, también son científicos cognitivos. Ellos también creen que la sociabilidad es la clave de cómo funciona la mente humana o, quizás sea más pertinente decir, de los mal-funcionamientos. Comienzan su libro, «La ilusión del conocimiento: ¿Por qué nunca pensamos solos» (Riverhead), con un vistazo a los sanitarios. Virtualmente todo el mundo en los Estados Unidos, y de hecho en todo el mundo desarrollado, está familiarizado con inodoros. Un inodoro típico tiene un recipiente cerámico lleno de agua. Cuando el mango está presionado, o el botón empujado, el agua -y todo lo que se ha depositado en él- es engullido en una tubería y de allí en el sistema de alcantarillado. En un estudio realizado en Yale, a los estudiantes de posgrado se les pidió que clasificaran su comprensión de los dispositivos cotidianos, incluyendo aseos, cremalleras y cerraduras de cilindro. A continuación se les pidió que escribieran detalladamente, explicaciones paso a paso de cómo funcionan los dispositivos, para posteriormente calificar su comprensión de nuevo. Aparentemente, el esfuerzo reveló a los estudiantes su propia ignorancia, porque sus autoevaluaciones cayeron. (Los baños son más complicados de lo que parecen.) Sloman y Fernbach ven en este efecto lo que ellos llaman la «ilusión de profundidad explicativa», y lo ven casi en todas partes. La gente cree que saben mucho más de lo que realmente saben. Lo que nos permite persistir en esta creencia es la de otras personas. En el caso de mi inodoro, alguien lo diseñó para que pudiera utilizarlo fácilmente. Esto es algo en lo que los humanos son muy buenos. Hemos estado confiando en los conocimientos del otro desde que descubrimos cómo cazar juntos, lo cual fue probablemente un desarrollo clave en nuestra historia evolutiva. Sloman y Fernbach sostienen que tan bien colaboramos, que difícilmente podemos saber dónde empieza nuestro propio entendimiento y comienza el de los demás. “Un elemento implicado en la naturalidad con la que dividimos el trabajo cognitivo», escriben, es que “no hay límites claros entre las ideas y conocimientos de una persona” y «las de otros miembros” del grupo. Esta falta de fronteras o, si se prefiere, confusión, también es crucial para lo que consideramos progreso.

Cuando se trata de nuevas tecnologías, la comprensión incompleta se potencia. Donde este hecho nos mete en problemas, según Sloman y Fernbach, es en el dominio político. Una cosa es limpiar un inodoro sin saber cómo funciona, y otro fomentar una prohibición de inmigración sin saber de qué se está hablando. Sloman y Fernbach citan una encuesta realizada en 2014, poco después de que Rusia anexó el territorio ucraniano de Crimea. Se preguntó a los encuestados cómo pensaban que los Estados Unidos debían reaccionar, y también si podían identificar a Ucrania en un mapa. Cuanto más equivocados estaban con la geografía, más proclives eran de favorecer la intervención militar. (Los encuestados estaban tan inseguros de la localización de Ucrania que la media estaba equivocada por mil ochocientas millas, aproximadamente, la distancia desde Kiev a Madrid). Las encuestas sobre muchas otras cuestiones han producido resultados igualmente consternadores. «Por regla general, los sentimientos fuertes sobre los temas, no surgen de una comprensión profunda», escriben Sloman y Fernbach. Y aquí nuestra dependencia de otras mentes refuerza el problema. Si su posición sobre una determinada ley es infundada y yo confío en ella, entonces mi opinión también es infundada. Cuando hablo con Tom y él decide que está de acuerdo conmigo, su opinión también es infundada, pero ahora que los tres coincidimos nos sentimos mucho más satisfechos con nuestras opiniones. Si ahora todos rechazamos cualquier información que contradiga nuestra opinión, se obtiene, así, la administración Trump. «Así es como una comunidad de conocimiento puede llegar a ser peligrosa», observan Sloman y Fernbach.

Adquirir conocimientos requiere esfuerzo, con lo que resulta más sencillo creer que conocer. No hay nada malo en creer, de hecho suele ser un paso previo a la creación de conocimiento. Pero definitivamente no es lo mismo y no se puede inferir conocimiento a partir de una creencia por muy fuerte que esa sea. En el campo osteopático, la diferencia entre creencia y conocimiento a menudo es difícil de determinar puesto que se han edificado creencias a partir de fragmentos de conocimiento real. Sirvan de ejemplo las sofisticadas relaciones pato-mecánicas (o cadenas lesionales) que están descritas en algunos libros de texto (ejemplo 1 y 2). Del hecho que se conozcan relaciones anatómicas entre distintas estructuras corporales, no se puede inferir la creencia de que la alteración de una de ellas conllevará irremediablemente a la disfunción de la otra. E aquí una de las creencias en las que se ha edificado durante años el pensamiento osteopático a través de una más que discutible interpretación del principio de globalidad. Más allá de que este modelo y sistema de creencias ha sido probado falso incluso en casos aparentemente incuestionables, cabe preguntarse porque, hoy en día, perduran estas creencias en el colectivo osteopático. “Lo que nos permite persistir en esta creencia es la de otras personas” y «Por regla general, los sentimientos fuertes sobre los temas, no surgen de una comprensión profunda». ¿Hasta que punto creemos y hasta que punto sabemos/conocemos? En mi opinión, la realización sistemática de este ejercicio metacognitivo tanto por parte de clínicos, docentes y estudiantes, es esencial para ejercer ética y profesionalmente una profesión sanitaria.

Una manera de ver la ciencia es como un sistema que corrige las inclinaciones naturales de la gente. En un laboratorio bien organizado, no debiera haber lugar para el “sesgo de mi-bando”; los resultados tienen que ser reproducibles en otros laboratorios, por investigadores que no tienen ningún motivo para confirmarlos. Y esto, se podría argumentar, es por qué el sistema ha demostrado ser tan exitoso. En cualquier momento dado, un campo puede estar dominado por disputas, pero, al final, prevalece la metodología. En «Negar a la tumba: ¿por qué ignoramos los hechos que nos salvarán» (Oxford), Jack Gorman, psiquiatra, y su hija, Sara Gorman, especialista en salud pública, ponen de manifiesto la brecha entre lo que la ciencia nos dice y lo que nos decimos a nosotros mismos. Su preocupación radica en esas creencias persistentes que no sólo son falsas, sino también potencialmente mortales, como la convicción de que las vacunas son peligrosas. Por supuesto, lo que es peligroso es no estar vacunado; es por eso que las vacunas fueron creadas en primer lugar. «La inmunización es uno de los triunfos de la medicina moderna», observan los Gormans. Pero no importa cuántos estudios científicos lleguen a la conclusión de que las vacunas son seguras, y que no hay vínculo entre las inmunizaciones y el autismo, los anti-vacunas permanecen inmóviles. Los Gormans, argumentan también que las formas de pensar que ahora parecen autodestructivas deben haber sido en algún momento adaptativas. Y ellos también dedican muchas páginas al sesgo de confirmación, que, afirman, tiene un componente fisiológico. Ellos citan investigaciones que sugieren que la gente experimenta placer genuino -una oleada de dopamina- al procesar información que respalda sus creencias. “Es placentero aferrarnos a nuestras argumentos, incluso si estamos equivocados», observan. Los Gormans no sólo quieren catalogar las formas en que nos equivocamos; quieren corregirlos. Pero aquí se encuentran con los mismos problemas que han enumerado. Proporcionar a la gente información precisa no parece ayudar; simplemente la descartan. Apelar a sus emociones puede funcionar mejor, pero hacerlo es obviamente antiético con la meta de promover la ciencia sana. «El reto que queda», escriben hacia el final de su libro, «es averiguar cómo abordar las tendencias que conducen a falsas creencias científicas». Los agentes racionales podrían pensar en su camino hacia una solución. Pero, sobre este tema, la literatura no es reconfortante.

Reflexionemos un momento sobre las fuentes de nuestro conocimiento y como lo obtuvimos. El sistema docente tradicional, fuertemente basado en la clase magistral, ha sido hegemónico hasta nuestros días. A partir de la firma del tratado de Bolonia en el año 1999 se propuso cambiar (entre muchas otras cosas) el sistema docente a favor de un aprendizaje más autodirigido por parte del estudiante en el que el maestro actúa más como ‘guía’ o ‘facilitador’ de dicho conocimiento y no  tanto como el ‘emisor’ o ‘transmisor’. En la raíz de este sistema, está la constatación de que hoy en día, gran parte del conocimiento es de acceso abierto y además, este evoluciona y cambia a pasos agigantados con lo que la función del profesor debe ser la de orientar en la adquisición de dicho conocimiento y no tanto en proveerlo. Cierto es que Google no guarda todas las formas de conocimiento que existen, con lo que el maestro sigue siendo muy necesario, especialmente en lo referente a todo aquél saber adquirido por la experiencia y los años de trabajo. A pesar de sus detractores, en mi opinión, esta visión de la educación es relevante en tanto que otorga el protagonismo al estudiante y empodera su espíritu crítico en el proceso de aprendizaje. Sin embargo, implementar estas estrategias pedagógicas (al menos al nivel de posgraduado) costará generaciones pues el esfuerzo de adaptación que nos supone a los profesores enseñar de un modo distinto al que aprendimos es enorme. Esta realidad se observa en muchos campos educativos pero es especialmente relevante/preocupante en algunas disciplinas sanitarias donde el maestro, no solo es protagonista y a menudo única fuente de conocimiento sino que además, es presentado y percibido por el alumnado como una referencia incuestionable. Este es el caso de la Osteopatía. El respeto y admiración por los maestros y por las personalidades que han hecho evolucionar la profesión hasta nuestro días, es deseable y noble, pero nunca debiera implicar la aceptación ciega y acrítica de sus postulados, especialmente, si estos solo pueden ser justificados a razón de su opinión y sobretodo, si existen pruebas que cuestionan dichos postulados.

Esta es una llamada a la búsqueda personal de respuestas acerca de las propias creencias y al duro ejercicio de confrontar lo que creemos con lo que sabemos. Soy consciente que el conocimiento es una amalgama de distintas formas de saber, entender, sentir y que, en el caso de la medicina manual, las múltiples dimensiones que forman el conocimiento, van más allá de los aspectos puramente teóricos. Esta no es una llamada al cientificismo ni a la renuncia del ‘arte o oficio’ sino a perseguir un mejor equilibrio entre ambos. Ejercemos una profesión maravillosa pero debemos ejercerla bien. Si entendemos la Osteopatía como una profesión sanitaria, esta no puede evolucionar ajena al pensamiento crítico y al avance del conocimiento. Bajo mi opinión, ese es el mayor acto de respeto que podemos mostrar a quienes crearon e hicieron evolucionar esta profesión.

Imagen: Jaume PlensaBody of Knowledge, Goethe University, Frankfurt, Germany, 2010